Por Laura Vanessa Manga García
Lideresa juvenil y social de Barranquilla, Colombia
En Colombia, la juventud se acaba por decreto a los 28 años. Pero en la realidad del Caribe, donde el río, el tambor y la esquina dictan otro ritmo, la vida joven no entiende de calendarios.
Macondo de asfalto
En este Macondo de asfalto y humo, crecer no es solo cumplir un ciclo biológico, sino sobrevivir al ruido, a la prisa y al calor que no perdona. Aquí, la juventud no se vive en silencio: se baila, se improvisa, se resiste. Como dijo Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: “la vida nunca se vuelve insoportable por las circunstancias, sino solo por la falta de sentido”. Y para la juventud caribeña, el sentido es un tambor que repica sin descanso.
La ley que mata antes de tiempo
Pero en Colombia, ese tambor se interrumpe por un tecnicismo legal. La Ley 1622 de 2013 y su reforma de 2018 decretan que la juventud termina a los 28 años. Con ello, becas, convocatorias y programas cierran la puerta justo cuando muchos jóvenes alcanzan la madurez de sus sueños.
En Europa se es joven hasta los 35, en Norteamérica hasta los 34. Aquí, en cambio, el calendario oficial destierra liderazgos y expulsa a quienes todavía tienen la energía y la visión para seguir construyendo. Lo que Rossana Reguillo llamó el “adultocentrismo institucional” se convierte en una “muerte civil” para quienes aún respiran juventud, pero son tratados como adultos por decreto.
Liderazgos que no caducan
La paradoja es cruel: a los 28, el liderazgo juvenil no muere, florece. Erik Erikson lo señaló hace décadas: es entre los 20 y los 30 cuando se consolidan la identidad, los vínculos y los proyectos de vida. En Barranquilla, esa verdad se ve en cada mural del Suroriente, en cada rally cultural de Rebolo, en cada biblioteca comunitaria de La Luz.
La juventud no se reduce a una edad: es resistencia, creatividad y resiliencia. Es lo que Zygmunt Bauman llamaría un intento de mantener la identidad en medio de la fluidez del tiempo moderno.
Un país tardío
Colombia siempre llega tarde: a la paz, a la modernización, a la inclusión. Para los jóvenes, esa tardanza es doblemente cruel. Cuando por fin acceden a oportunidades, el reloj normativo ya les dice que se acabó la fiesta.
Gabriel García Márquez lo resumió con ironía: “no hay medicina que cure lo que no cura la felicidad”. Y en este país, la felicidad de ejercer un liderazgo joven suele truncarse por una fecha arbitraria en el calendario.
Hacia un nuevo pacto intergeneracional
Necesitamos un pacto distinto. Como dijo Paulo Freire en Pedagogía del oprimido: “nadie libera a nadie, nadie se libera solo: los seres humanos se liberan en comunión”. La juventud no debería ser un privilegio etario, sino un proceso colectivo de aprendizaje y transformación.
Extender el rango de juventud a los 35 años —como en otras latitudes— no es solo ajustar la ley, es reconocer la realidad de un país tardío, donde los liderazgos florecen tarde, pero con fuerza.
El remate
La juventud en Colombia no muere a los 28: muere cuando dejamos de soñar, cuando abandonamos la idea de que es posible transformar nuestra realidad. Por eso este no es un reclamo: es un manifiesto caribeño.
Que lo escuche el país entero: la juventud no tiene fecha de caducidad. Mientras haya un tambor sonando en el barrio, una esquina pintada de colores y un joven que decide levantarse a luchar, la juventud seguirá viva, aunque la ley diga lo contrario.
Referencias citadas: Frankl (1946), Erikson (1968), Freire (1970), Bauman (2000), Acosta (2012), Reguillo (2000), Unión Europea (2019).