Por Pablo Ulises Rodríguez Hernández
El término “nini”, utilizado en México para describir a jóvenes que ni estudian ni trabajan, ha sido un punto destacado en el discurso gubernamental y la agenda política desde el sexenio de Felipe Calderón hasta la actualidad. Durante este periodo, se han implementado diversas políticas y programas con el fin de abordar esta problemática, buscando promover la inclusión social y laboral de esta población juvenil. Estas iniciativas suelen comprender medidas como capacitación, otorgamiento de becas, facilitación de la inserción laboral y promoción de proyectos de emprendimiento.
Sin embargo, la eficacia de estas medidas ha sido motivo de controversia y análisis crítico, ya que algunos argumentan que no confrontan las causas fundamentales del fenómeno “nini”, tales como la carencia de oportunidades educativas y laborales, la persistente pobreza y la exclusión social. En este contexto, el término “nini” ha sido objeto de debate al ser percibido como una etiqueta que estigmatiza a los jóvenes en esta situación, en lugar de enfocarse en abordar las condiciones estructurales y económicas que contribuyen a su marginación social.
Haciendo un breve recorrido sobre movimientos juveniles urbanos, durante las décadas de 1980 y 1990, las agrupaciones juveniles brindaron a los estudios sociales una perspectiva única sobre las narrativas que emergían de esos territorios citadinos. Los movimientos juveniles de ese entonces desafiaban las normas establecidas, expresando sus inquietudes, aspiraciones y críticas a través de la literatura y el arte que producían internamente. Estas manifestaciones culturales no sólo representaban una forma de resistencia, sino también un llamado a la acción por un cambio social profundo y significativo.
Sin embargo, a medida que la influencia de estos movimientos crecía, también lo hacía el escrutinio por parte de investigadores sociales y las autoridades estatales. Estos grupos, denominados en el discurso público como chavos banda, pandillas o tribus, eran objeto de análisis detallado para comprender su dinámica interna y su impacto en la sociedad. A pesar de las etiquetas superficiales, la esencia de estos movimientos juveniles trascendía las simples clasificaciones, representando un reflejo de las tensiones sociales, la pugna por el espacio público en las crecientes ciudades y las aspiraciones de una generación que buscaba su lugar en un mundo en constante cambio.
La respuesta del Estado ante los movimientos juveniles urbanos era contundente: la represión se ejercía en todos los niveles. Ser joven en ese contexto implicaba estar constantemente bajo la mira de las autoridades, donde incluso la apariencia física podría ser motivo de persecución. Si cumplías con ciertos rasgos y características que coincidían con el perfil establecido para revisiones y detenciones arbitrarias, como ser un hombre de entre 18 y 28 años, de tez morena y perteneciente a la clase media-baja, estabas en riesgo de ser blanco de la represión estatal. Esa realidad reflejaba una dinámica en la que la juventud era criminalizada y su mera existencia se convertía en un acto de resistencia frente al sistema establecido.
La década de 1991-2000 llega a su fin con la alternancia democrática, prometiendo un cambio significativo para México. Este periodo también marca un resurgimiento de las narrativas juveniles, reflejando el espíritu democrático que caracteriza el inicio de la nueva década. Las juventudes vuelven a tomar protagonismo al retomar las causas que durante años habían demandado atención prioritaria. Se observa un renacimiento de espacios de participación y expresión que antes permanecían en la clandestinidad, mientras que la cultura juvenil se torna híbrida y cambiante.
Durante la década siguiente (2001-2010), los grupos juveniles comienzan a articularse con lo que hoy conocemos como grupos de interés prioritario, encontrando eco especialmente entre los grupos estudiantiles. Las juventudes se convierten en un sector de interés destacado, generando estudios más profundos en ámbitos socioculturales, políticos y económicos. Se empiezan a implementar las primeras políticas públicas con enfoque en la juventud, reflejando un reconocimiento creciente de sus necesidades y preocupaciones.
Sin embargo, hacia la mitad de la década, el panorama cambia drásticamente. La escalada de violencia, la crisis de cohesión social y la creciente vulnerabilidad de los jóvenes en un México inmerso en una guerra entre cárteles y el gobierno, marcan este periodo. Las juventudes se encuentran en el epicentro de este conflicto, siendo víctimas de la violencia y la inseguridad que azotan al país.
En la contienda electoral de 2018 que culminó con la llegada al poder del gobierno actual en México, las voces de las juventudes resonaron con fuerza, reclamando una transformación significativa en el país. Durante ese proceso, las juventudes demandaron cambios en diversos aspectos, desde políticas educativas hasta medidas para combatir la corrupción y la desigualdad social.
Sin embargo, la pandemia por COVID-19 tuvo un impacto profundo en el desarrollo y la participación de las juventudes en la vida pública. La crisis sanitaria exacerbó las desigualdades existentes, limitando el acceso de las y los jóvenes a sus derechos básicos y dificultando su participación en mecanismos efectivos para la exigibilidad de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales. A pesar de estos desafíos, las políticas gubernamentales han buscado brindar alternativas para la reactivación económica, con el objetivo de ofrecer oportunidades formativas, laborales y de desarrollo para las nuevas generaciones.
En el sexenio pasado y el actual, se ha retomado la atención a las juventudes, considerándose como un grupo con vulnerabilidad social y buscando establecer un “rumbo” claro para su desarrollo y participación.
Sin embargo, el término “nini” a menudo se sigue presentando como una elección individual de no estudiar ni trabajar, sin considerar las condiciones estructurales que perpetúan el desempleo o el empleo precario, sin seguridad social. Por otro lado, las ofertas de trabajo formales se caracterizan por horarios extenuantes y rotativos, lo que las hace poco atractivas para los jóvenes que reclaman espacios de relacionamiento, esparcimiento y descanso.
Los jóvenes de las periferias y localidades rurales enfrentan enormes desafíos en su búsqueda de oportunidades educativas. La aspiración de superar a sus progenitores se enfrenta a una realidad económica difícil de sostener. Muchos de estos jóvenes que deciden estudiar fuera de sus comunidades se encuentran con barreras económicas y, a menudo, la imposibilidad de regresar a sus lugares de origen, lo que agrava la brecha entre las expectativas familiares y las oportunidades reales disponibles.
Actualmente, las nuevas narrativas juveniles en México se centran en dichas problemáticas del alcance de la educación formal y la capacitación para el trabajo, así como en la inclusión de los jóvenes en empleos formales y dignos. A medida que las juventudes enfrentan estos desafíos, surgen iniciativas y redes que buscan ofrecer soluciones y apoyo. La Alianza de Jóvenes con Trabajo Digno, por ejemplo, se está fortaleciendo y difundiendo sus esfuerzos para mejorar las condiciones laborales y articularse con actores estratégicos del sector privado y público para generar oportunidades justas para los jóvenes. Estas alianzas reflejan un esfuerzo colectivo por parte de diferentes actores sociales para abordar las necesidades y aspiraciones de la juventud en un contexto económico y social complejo.
En este marco, conceptos como “Jóvenes Oportunidad” proponen un cambio significativo en el discurso sobre la juventud, promoviendo no solo la participación de jóvenes en la formulación de políticas, sino también su integración plena en la sociedad y el mercado laboral. Estas iniciativas buscan garantizar que las políticas públicas no sólo aborden las necesidades inmediatas de las juventudes, sino que también creen un entorno propicio para su desarrollo integral y sostenible. A través de estas redes y alianzas, se promueve una visión más inclusiva y equitativa, en la que las juventudes no sólo son beneficiarias, sino también agentes activos de cambio.
Es fundamental generar una articulación entre representantes de agrupaciones juveniles, instituciones educativas, sociedad civil, gobierno y sector privado para obtener una comprensión inter dimensional, intergeneracional e intersectorial de las problemáticas actuales que enfrentan las juventudes en México. Esta colaboración debe incluir representaciones locales y mecanismos de participación efectivos, garantizando que las voces juveniles sean escuchadas y consideradas en la toma de decisiones.
Por lo tanto, es crucial ir más allá de identificar las nuevas narrativas juveniles en el discurso de los contendientes a las elecciones de 2024. Debemos asegurarnos de que estas narrativas se conviertan en propuestas concretas durante los proyectos de gobierno y los equipos de transición, manifestándose en programas sociales, proyectos de articulación y políticas públicas específicas. Como sociedad civil, nuestra tarea es ser actores transversales en el cambio y la transición de gobierno, posicionando una agenda de juventudes que abarque todo el territorio nacional y garantice un futuro inclusivo y equitativo para las nuevas generaciones.